Por Rafael "Grillo" Videla Monberg, especial para Agencia NOVA. E-mail: rafaelvidela@hotmail.com | |
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“Siglo 21 cambalache, católico y febril... dale nomás que allá en el horno vamos a fumar”. Pánico, cuadros de pánico, pánico de morir sin aire. Dos tubitos de plástico salen o entran en sus narices. Se los reemplazan por un aparato llamado pulmotor. Como su nombre lo indica… un motor, no un pulmón, mucho menos que dos pulmones. Pero la nicotina se los había vaciado. Solo quedaba un cuarto del derecho. Nada más… y toda una vida por detrás inserta en recuerdos con el bastón del humo acompañando, esperando convertirse en protagonista. Intentó recordar aquellos caminos tomados que inevitablemente le llevaron a ser feliz en parte y muy desdichada en otras, pero solo lograba apenas aferrarse a la imagen de sus hijos mezclados con la de los nietos. No podía pensar ni recordar ni respirar... el pánico ganaba la partida. Paros respiratorios y el corazón resiste, vuelve a la vida… ¿Es vida, o una vida digna la suya? A las 6 de la tarde la internaron nuevamente. Crisis de angustia, rostro alborotado, hinchados los pómulos, la boca… su agraciada figura convertida en monstruo. ¡Tan bonita, pero tan preciosa!... ¿y ahora qué? Un pariente médico habla con el oncólogo. A calzón quitado. Ella, pero tampoco nadie, debe sufrir tanto ante una inevitable muerte. La ciencia sabe. Sabe que el fuerte corazón la resucitará más de diez días, que morirá muchas veces atrapada en esa crueldad de hospital occidental y católico, la tortura impuesta por leyes vaticanas dictadas “por el amor de Dios”. El que no acata pierde, lo esperan insultos, amenazas de muerte, un juicio con condena anticipada...cárcel. Los dos doctores se miran de frente, el acuerdo se sella tácito. Una ampolleta de morfina quiebra su delicado cristal. Será la primera que invada el desasosiego de la desahuciada. Rápidamente revive, la tersura bella de su piel nace de nuevo, la hinchazón de la cara desaparece. Se despierta, pide un espejo y se peina. Carlos, su segundo esposo, esta a su vera con rostro deshecho, aterido de pavor por la impotencia de no poder impedir el martirio de su amada. Pero ella vuelve a la vida. Rechaza los coloretes, solo mira con una mirada hace cuatro años ocultada por ese cáncer de pulmón que se le declarara, así, terrible, sin solución, con desfachatada impiedad. Con la punta de los dedos roza los de Carlos. Pide un traguito de naranjada. Con los ojos le dice: esta vez zafo, qué suerte que tengo. Carlos le apretó los dedos asintiendo con los ojos arrasados, con sueños muy atrasados. Luego, otra ampolleta hacía crash para brindar su contenido de morfina pura. El pinchazo la despertó. Miró a su alrededor y reclamó por sus tres hijos, pidió la visita de sus nietos. Volvería a dormir profundamente, con tranquilidad, cómo no lo había podido disfrutar en los últimos sucios años. Noches enteras sin conciliar el sueño con la compañía siniestra de un cigarro tras otro simulando destapar alvéolos impregnados… Dos hijos llegaron al hospital, en los pasillos se encontraron con médicos amigos. Intercambiaron consultas, habían decidido en reunión de ética médica que le suspenderían el narcótico… mientras hay vida hay esperanza... que había métodos de reanimación, que… está en manos del Señor...¿? Cuando despertó encontró, mejor dicho, no encontró la panacea que le daba lasitud y entereza, olvido del dolor y de esa feroz idea del camino dolorosísimo hacia la muerte. Pronto volvería a episodios de disnea, pánicos, ojos desencajados, boca sin aire suficiente rogando que la maten… “si me quieren háganlo, por Dios…” Pero el Dios que se inventaron los hombres ejerce brutal represión social, no sabe de la caricia, solo obediencia al Episcopado, lugar terrenal dónde emanan órdenes del cielo, dónde sentencian todas las leyes y hasta la interpretación de las palabras de Dios. El morado de sus túnicas y sus ornamentos de oro en nada se parecen a los clavos de ese Cristo del que se cuelgan como vampiros. Alguien, con la piedad suficiente le inyectó hemotril y algunos tranquilizantes. Otra vez, esa noche se escuchó apagado el clásico crash de la ampolleta. Nuevamente dormiría tranquila. Cerca de las 8 de la mañana del primer día de los mínimos diez de vía cruxis ordenado por la oral Papal, despertó alegre.
Tomó un jugo de naranjas y probaría un postre que le había preparado su hija Patricia. Miró a todos con dulzura mientras por el brazo canalizado entraba otra dosis graduada… A las ocho en punto de la mañana llegaron dos de sus hijos, los miró con absoluta paz, y en un instante se rindió a la eternidad, sin dolor. Como debe ser. |
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