El único camino para una paz perdurable.
Por Sherard Cowper-Coles
Para Estados Unidos nunca fue fácil hablar con sus enemigos, ya que esta nación tiene estrictas definiciones del bien y el mal que dan cabida a pocos matices. Con todo, es así como termina la mayoría de las guerras y como el presidente Barack Obama reconoció —finalmente— que debe y puede terminar la década de guerra en Afganistán.
Recordemos otro conflicto, aun más sangriento, en otra tierra lejana. A principios de 1969, el Ejército y la Armada estadounidenses obtuvieron una famosa y costosa victoria contra el ataque masivo de un ejército insurgente. Sin embargo, el decano de los reporteros televisivos del país, Walter Cronkite, no se dejó engañar por la derrota de la Ofensiva del Tet. Aquel febrero, mientras recorría Vietnam del Sur, llegó rápidamente a la conclusión de que, no obstante las optimistas predicciones de los generales estadounidenses, el mejor resultado militar al que podía aspirar su país era un sangriento estancamiento. Y así, el 27 de febrero de 1968, se presentó en la emisión de CBS Evening News para decir al público de EE. UU. que "la única salida racional sería negociar, no como vencedores, sino como una nación honorable que ha cumplido su promesa de defender la democracia, haciéndolo con lo mejor de su capacidad". Esas sabias palabras desencadenaron una tormenta política y, a las pocas semanas, el presidente Johnson decidió no ir a la reelección y lanzó lo que habría de convertirse en el proceso de paz de París.
Los efectivos estadounidenses en Afganistán han hecho su mejor esfuerzo, y a pesar de sus numerosas victorias tácticas y locales, no pueden defenderse de una fuerza insurgente cuya única misión es expulsar a las huestes extranjeras desplegadas en su país. El acuerdo político que EE. UU. y sus aliados trataron de avalar es insostenible, al menos hasta que las fuerzas del nacionalismo religioso conservador, representadas por los talibanes, entren de alguna manera en la jugada. La realidad es que cuando Occidente ayudó a los líderes afganos del norte a tomar el poder que detentaban los talibanes, la medida no puso fin a ese movimiento. Lo único que conseguimos fue hacer que se replegara —al oriente, al sur y bajo tierra.
Lo peor es que la paz concertada durante la conferencia de Bonn (en diciembre de 2001), e incluso después, fue nada más una paz impuesta, ya que los talibanes no participaron del acuerdo y, por consiguiente, volvieron a escena —tentativamente, al principio, pero después con un ímpetu arrollador y violento—. Así, Occidente se convirtió, sin querer, en participante de un conflicto multidimensional, de numerosos frentes y largas décadas, en el que se enfrentaban el Islam y el secularismo, el conservadurismo y el modernismo, el comunismo y el capitalismo, aldea y nación, los pashtunes y sus rivales étnicos: tayikos, uzbekos y turcomanos.
Con la muerte de Osama bin Laden, la Administración de Obama se encuentra finalmente en libertad de reconocer que no habrá una solución militar; que lo que hace falta, como dijo el Presidente a la BBC la víspera de su visita a Londres, es un nuevo acuerdo político para Afganistán. La suya fue la aceptación tácita de lo que el máximo diplomático estadounidense contemporáneo (mi finado amigo, colega y compañero de lucha, Richard Holbrooke) solía afirmar: estamos atacando al enemigo equivocado en el país equivocado. El verdadero enemigo es Al Qaeda y está en Pakistán, en Yemen, en Somalia y en docenas de regiones de Oriente Medio, e incluso en algunas de las grandes ciudades de Occidente. No importa cuánto nos desagrade la agenda social de los talibanes: no son un grupo de yijadistas globales, y su única disputa con Occidente es la presencia de nuestras fuerzas en sus tierras.
Esto no significa que debamos retirarnos sin condiciones. De hecho, es indispensable firmar un acuerdo de paz formal. Para bien o para mal, la realidad económica y política de Occidente sólo brinda un margen de escasos tres años para retirar a todas sus fuerzas de combate de Afganistán, y negociar un nuevo acuerdo sostenible será como correr una maratón en el tiempo récord de la carrera de mil metros planos. Mucho dependerá de hablar con los talibanes, y el proceso debe parecerse a un colectivo de dos pisos: en el inferior se reunirán todas las partes interesadas en el conflicto civil que sacude Afganistán desde antes de la invasión soviética de 1979; en el superior han de ir los partícipes regionales en la disputa, amén de los vecinos y casi vecinos, pues todos tienen intereses en el país. La única manera de evitar otra ronda del Gran Juego consiste en incluir en el proceso a Pakistán, India, China, Rusia, las pequeñas repúblicas de Asia Central, Turquía, Arabia Saudita y también a Irán, pues ninguno de ellos tiene algo que ganar con un Afganistán anárquica, dominada por el narcotráfico, con su incesante marejada de refugiados y en las garras del terrorismo.
El mejor equipo diplomático de Estados Unidos ya está en la jugada, pero el éxito dependerá de que el propio Obama y, sobre todo, su secretaria de Estado, Hillary Clinton, participen personalmente en la concertación de un acuerdo nuevo y perdurable. Sólo así podremos rendir debido homenaje a los hombres y las mujeres que combatieron y perdieron la vida en Afganistán.
Cowper-Coles es un diplomático inglés. Fue embajador en Afganistan y representante especial en Afganistán y Pakistán.
fuente: ElArgentino
Para Estados Unidos nunca fue fácil hablar con sus enemigos, ya que esta nación tiene estrictas definiciones del bien y el mal que dan cabida a pocos matices. Con todo, es así como termina la mayoría de las guerras y como el presidente Barack Obama reconoció —finalmente— que debe y puede terminar la década de guerra en Afganistán.
Recordemos otro conflicto, aun más sangriento, en otra tierra lejana. A principios de 1969, el Ejército y la Armada estadounidenses obtuvieron una famosa y costosa victoria contra el ataque masivo de un ejército insurgente. Sin embargo, el decano de los reporteros televisivos del país, Walter Cronkite, no se dejó engañar por la derrota de la Ofensiva del Tet. Aquel febrero, mientras recorría Vietnam del Sur, llegó rápidamente a la conclusión de que, no obstante las optimistas predicciones de los generales estadounidenses, el mejor resultado militar al que podía aspirar su país era un sangriento estancamiento. Y así, el 27 de febrero de 1968, se presentó en la emisión de CBS Evening News para decir al público de EE. UU. que "la única salida racional sería negociar, no como vencedores, sino como una nación honorable que ha cumplido su promesa de defender la democracia, haciéndolo con lo mejor de su capacidad". Esas sabias palabras desencadenaron una tormenta política y, a las pocas semanas, el presidente Johnson decidió no ir a la reelección y lanzó lo que habría de convertirse en el proceso de paz de París.
Los efectivos estadounidenses en Afganistán han hecho su mejor esfuerzo, y a pesar de sus numerosas victorias tácticas y locales, no pueden defenderse de una fuerza insurgente cuya única misión es expulsar a las huestes extranjeras desplegadas en su país. El acuerdo político que EE. UU. y sus aliados trataron de avalar es insostenible, al menos hasta que las fuerzas del nacionalismo religioso conservador, representadas por los talibanes, entren de alguna manera en la jugada. La realidad es que cuando Occidente ayudó a los líderes afganos del norte a tomar el poder que detentaban los talibanes, la medida no puso fin a ese movimiento. Lo único que conseguimos fue hacer que se replegara —al oriente, al sur y bajo tierra.
Lo peor es que la paz concertada durante la conferencia de Bonn (en diciembre de 2001), e incluso después, fue nada más una paz impuesta, ya que los talibanes no participaron del acuerdo y, por consiguiente, volvieron a escena —tentativamente, al principio, pero después con un ímpetu arrollador y violento—. Así, Occidente se convirtió, sin querer, en participante de un conflicto multidimensional, de numerosos frentes y largas décadas, en el que se enfrentaban el Islam y el secularismo, el conservadurismo y el modernismo, el comunismo y el capitalismo, aldea y nación, los pashtunes y sus rivales étnicos: tayikos, uzbekos y turcomanos.
Con la muerte de Osama bin Laden, la Administración de Obama se encuentra finalmente en libertad de reconocer que no habrá una solución militar; que lo que hace falta, como dijo el Presidente a la BBC la víspera de su visita a Londres, es un nuevo acuerdo político para Afganistán. La suya fue la aceptación tácita de lo que el máximo diplomático estadounidense contemporáneo (mi finado amigo, colega y compañero de lucha, Richard Holbrooke) solía afirmar: estamos atacando al enemigo equivocado en el país equivocado. El verdadero enemigo es Al Qaeda y está en Pakistán, en Yemen, en Somalia y en docenas de regiones de Oriente Medio, e incluso en algunas de las grandes ciudades de Occidente. No importa cuánto nos desagrade la agenda social de los talibanes: no son un grupo de yijadistas globales, y su única disputa con Occidente es la presencia de nuestras fuerzas en sus tierras.
Esto no significa que debamos retirarnos sin condiciones. De hecho, es indispensable firmar un acuerdo de paz formal. Para bien o para mal, la realidad económica y política de Occidente sólo brinda un margen de escasos tres años para retirar a todas sus fuerzas de combate de Afganistán, y negociar un nuevo acuerdo sostenible será como correr una maratón en el tiempo récord de la carrera de mil metros planos. Mucho dependerá de hablar con los talibanes, y el proceso debe parecerse a un colectivo de dos pisos: en el inferior se reunirán todas las partes interesadas en el conflicto civil que sacude Afganistán desde antes de la invasión soviética de 1979; en el superior han de ir los partícipes regionales en la disputa, amén de los vecinos y casi vecinos, pues todos tienen intereses en el país. La única manera de evitar otra ronda del Gran Juego consiste en incluir en el proceso a Pakistán, India, China, Rusia, las pequeñas repúblicas de Asia Central, Turquía, Arabia Saudita y también a Irán, pues ninguno de ellos tiene algo que ganar con un Afganistán anárquica, dominada por el narcotráfico, con su incesante marejada de refugiados y en las garras del terrorismo.
El mejor equipo diplomático de Estados Unidos ya está en la jugada, pero el éxito dependerá de que el propio Obama y, sobre todo, su secretaria de Estado, Hillary Clinton, participen personalmente en la concertación de un acuerdo nuevo y perdurable. Sólo así podremos rendir debido homenaje a los hombres y las mujeres que combatieron y perdieron la vida en Afganistán.
Cowper-Coles es un diplomático inglés. Fue embajador en Afganistan y representante especial en Afganistán y Pakistán.
fuente: ElArgentino
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