El evangelio literario de un cristiano que no cree en Dios
Publicado el 29 de Mayo de 2011
Aunque se resiste a ser “el vademécum” de una época, es el depositario de la memoria de un momento de oro de la literatura argentina. Comenzó a escribir a los 12 años y asegura que ser escritor es un destino que no le impuso ninguna divinidad, sino él mismo.
En rigor, y parece una invención, la primera obra de teatro que vi completa en un escenario fue El otro Judas, mi propia obra”, confiesa Abelardo Castillo que, en 1959, a los 24 años, ganó el concurso Gaceta Literaria con una reinterpretación de las Sagradas Escrituras en la que el accionar del célebre apóstol obedecía a la lealtad y no a la traición.
Hasta ese entonces, el fundador de revistas literarias como El escarabajo de oro y El Ornitorrinco, que se convertiría en uno de los novelistas, cuentistas, dramaturgos y ensayistas argentinos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, y que había comenzado a escribir a los 12 años con fervor adolescente “muchísima poesía, relatos cortos, cuentos gauchescos, lo que fuera”, aún no había publicado nada. Lo curioso fue que saliera al ruedo literario con una pieza dramática cuando, según explica Castillo, su relación con el teatro era “muy remota, casi inexistente”, debido a que la provinciana San Pedro no contaba con salas ni recibía compañías teatrales “que valiera la pena ver”.
Sin embargo, como en cualquier rincón de la Argentina de los años ’40 y ’50, existía la radio, que transmitía los domingos por la noche una audición de Radio Nacional llamada Las dos carátulas: El teatro de la humanidad, donde actores como Alfredo Alcón interpretaban clásicos. De esta forma, Castillo palpitó a través de la radio el celoso amor de Otelo por Desdémona, o el periplo del Edipo desterrado. El resto del tiempo, el que no se llevaban los juegos a orillas del Paraná o la escuela, leía novelas y cuentos, pero también mucho teatro, desde los isabelinos William Shakespeare, Ben Jonson y Christopher Marlowe, hasta autores norteamericanos contemporáneos como Tennessee Williams y Arthur Miller.
Este año se cumplen 50 años de la publicación y estreno de El otro Judas en el Teatro de los Independientes de Buenos Aires, pieza que ganó el Gran Premio del Festival Mundial de Teatro de Cracovia y que permitió a Castillo ocupar de allí en más un lugar destacado en la literatura nacional.
Por eso, Seix Barral reeditó ahora El otro Judas junto a otras dos obras teatrales: El señor Brecht en el Salón Dorado, un alegato libertario que cruza la Guerra de Malvinas y el nazismo, estrenada en el Salón Dorado del Teatro Colón en 1982, y Salomé, una tragedia musical en la que la hija del Herodes bíblico muta en una sensual candombera de la Triple Frontera.
–Es llamativo que la primera obra publicada de un escritor joven haya sido una obra de teatro.
–El hecho de que fuera así es muy extraño, no sólo porque mi relación con el teatro en San Pedro era casi inexistente, sino también porque el Judas comenzó siendo un relato más de los que escribía en esa época, algunos pésimos. En algún momento, mientras lo escribía, sentí que los personajes estaban como acostados sobre la página: necesitaban ponerse de pie. Ahí se me reveló la forma del teatro. La escritura teatral no está fuera de mi relación con la literatura, cosa que no es ninguna novedad: escritores que han hecho prosa de ficción y que además han escrito teatro, hay muchos. Sartre y Camus, por ejemplo. O Pirandello, que fue uno de los mayores cuentistas italianos. Y lo mismo puede decirse de Anton Chéjov: nunca sabremos qué fue más importante para la literatura, si sus obras de teatro o sus narraciones. Literatura y teatro son el mismo modo del acto poético, con una forma que se adapta en cada caso a la materia que estás tratando.
–La actual edición de El otro Judas incluye a modo de prólogo un texto de Leopoldo Marechal en el que le reconoce una vocación existencial poética. ¿Cómo lo conoció?
–Un día Sabato me dice: “¿Por qué no le hace una entrevista a Marechal?” Recuerdo haber respondido: “¿Pero cómo, Marechal no está muerto?” En esa época no se lo leía a Marechal, era como si estuviera exiliado en su propio país por haber sido peronista y no haberlo negado nunca, como hicieron tantos. Él se llamaba a sí mismo “el poeta depuesto”, en un juego de palabras con “el tirano depuesto”, como le decían a Perón. Lo llamé por teléfono, me invitó a la casa, y nos hicimos todo lo amigos que pueden ser un tipo de 30 años y un gran escritor de 65.
–En su novela El evangelio según Van Hutten, usted retomó el tema del origen del cristianismo. ¿De dónde viene este interés por lo religioso?
–No puedo más que atribuirlo al hecho de que tuve una muy sólida, y diría agradable, educación religiosa. Cuando mis padres se separaron entré de pupilo en un colegio salesiano, antes de irme a San Pedro, el Wilfrid Baron de los Santos Ángeles, de Ramos Mejía. Yo no nací en San Pedro, como dicen casi todas mis biografías, sino acá, en Buenos Aires; me he inventado una historia personal porque me gusta ser sampedrino. De hecho, me fui a vivir a los 11 años a San Pedro y a los 18 estaba de vuelta. También me siento muy cristiano, aunque no creo en Dios. El cristianismo es una ética, una manera de comportarse en el mundo.
–Por eso usted dice que el cristianismo tiene que ver menos con la teología que con la revolución…
–El Jesús que descubrí en mi infancia era un ser apasionado y subversivo, que entraba en el templo y les sacudía unos buenos latigazos a los mercaderes que comerciaban en la casa de su Padre, y que si una higuera no le daba higos la maldecía y la secaba. Un muchacho de carácter medio atravesado, digamos. Después me lo transformaron en una especie de flor azteca rodeado de pajaritos y buenas maneras. De aquella remota época viene seguramente la idea de El otro Judas, o la búsqueda del evangelio perdido que escribí en El Evangelio según Van Hutten.
–Las ideas que van a conformar la obra de un escritor, ¿tienen su germen en sus primeros años de vida?
–Suelo decir, a veces en broma, a veces en serio, que a mí no se me ocurrió ninguna idea después de los 25 años. Es más, creo que a nadie se le ocurre una idea nueva a partir de los 30 años. Todo lo esencial que se descubre, todo lo que tiene que pasar, está entre la adolescencia y la juventud.
–¿Pero la literatura no tiene que ver con poder volcar cierta experiencia?
–La experiencia te ayuda a escribir, pero no a inventar. La idea de “Triste le ville”, publicado en Las panteras y el templo en 1976, la tuve a los 17 años: era, claro, un macanazo de dimensiones colosales, imposible de leer. Veinte años después lo corregí. Pero hay poetas que han escrito sus mejores versos en la adolescencia. Rimbaud, esa especie de perpetuo niño prodigio, empieza a escribir a los 16 años, y a los 19 se olvida para siempre que escribió poesía. Un caso similar más cercano es el de Neruda. Los 20 poemas de amor y una canción desesperada están escritos antes de los 20 años. Ni siquiera tenía experiencia amatoria.
–¿Es decir que en todo adolescente ya existe ese adulto que será a los 50 años?
–Yo creo que sí. En la adolescencia descubrís todo y encontrás el sentido de las cosas y tu propio sentido. ¿Te acordás de Siddharta? El secreto de Siddharta no es llegar a ser como Buda, es llegar a ser lo que él debe ser: escribir es más o menos eso. Yo veo la literatura como destino; pero un destino que no te lo otorga la divinidad ni las fuerzas del mal: es un destino que te imponés a vos mismo. Lo sentí con mucha fuerza hacia los 20 años. Hasta ese momento escribía versos que no mostraba a nadie, a lo sumo le leía algunos a mi novia. Pero un día sentí que la literatura era aquello que me permitía comunicarme con el mundo: ser yo en el mundo. Por eso es tan difícil entender a ciertos escritores si los separás de sus libros. En el verdadero escritor, su ser central está en la literatura.
–¿Qué está escribiendo ahora?
–Cuentos, pero sobre todo estoy pasando a la computadora mis diarios, que escribo desde los 18 años. Salvo un año, 1975, lo he escrito desde 1953 hasta hoy. Debe tener 1000 páginas. Va desde “hoy siento esto y quiero matar a todo el mundo”, o momentos de mi vida, como cuando conocí a Sylvia (Iparraguirre, su esposa), a lo que pienso acerca del mundo, de los escritores, de mí mismo, que en general nunca es muy piadoso. Ahí está también todo el problema de mi alcoholismo o mi relación contradictoria, violentísima a veces, con Ernesto Sabato, y hasta una polémica que tuve con David Viñas en los ’60, entre otras cosas.
–¿Es consciente de que es una especie de guardián de la memoria literaria argentina?
–Con la muerte de Sabato fue la primera vez que me hicieron sentir como depositario de cierta memoria, y no sé si tengo ganas de ser el vademécum de un cierto momento de la literatura argentina. Pero sí, en parte es así, yo hablé con Marechal, con Borges, con Bioy Casares, con Cortázar… Debo ser de los pocos que los ha conocido a casi todos. Recuerdo que cuando se reeditó El otro Judas, Manuel Mujica Láinez me escribió una carta muy generosa, con su hermosísima letra de académico, diciéndome que lo había leído con mucho gusto y que yo tenía la suerte de poder escribir teatro porque consideraba que el drama era la piedra de toque del escritor y que él no había podido hacerlo nunca. Fue muy conmovedor, sobre todo porque nosotros habíamos criticado sin piedad a Bomarzo en El escarabajo de oro. También recuerdo que un día caminábamos por la Feria del Libro y había una gran fotografía de Sabato con esa cara atormentada que tenía siempre, con la vena terrible, y Mujica Láinez miró la foto y dijo: “Sí, sí, este sufre y sufre, pero nos va a enterrar a todos.” Y en efecto, estuvo a punto de enterrar a todos (risas). En esa época todavía estaban vivos Cortázar, Borges, Bioy Casares, Marco Denevi, Beatriz Guido, Viñas, tipos de mi generación como Juan José Saer, Fogwill, Isidoro Blaisten…
–Sin embargo, usted era más joven que muchos de los escritores que frecuentaba. ¿En qué generación se enmarca?
–Sé que desde un punto de vista sociológico pertenezco a la generación del ’60, pero siempre sentí que los escritores se dan de a uno. Pertenecés a una época, ¿pero a una generación? Yo tenía probablemente más puntos de contacto con Cortázar, que me llevaba 22 años, o con Marechal, que me llevaba 35, que con los escritores de mi generación. El otro Judas o Israfel no son una obra de la generación del ’60; El que tiene sed y Crónica de un iniciado, tampoco.
–Volviendo a sus obras de teatro, en El señor Brecht en el Salón Dorado, el protagonista, Hauser, afirma: “cuando no es tu puerta la que están tocando, y eso te da alegría (…) agradecer a Dios es un pecado inmundo”. ¿Cómo sonaron esas líneas en 1982, durante la dictadura?
–Supongo que esa pregunta hizo correr como un escalofrío de malestar entre la gente que estaba en el Salón Dorado del Colón, y me han dicho que también molestaba cuando la hizo Teatro Abierto en el ’83, antes de que asumiera Alfonsín.
–¿Sintió miedo en esos años?
–Intenté seguir escribiendo como siempre y poniendo el compromiso en El Ornitorrinco, donde publicamos un editorial antimilitarista contrario a una posible guerra con Chile o una solicitada de las Madres. La cuestión era ver hasta dónde se podían desplazar los límites de la censura. En 1977, cuando se hizo Israfel en Mar del Plata, me vinieron a entrevistar La Capital o La mañana. Acepté con la condición de poder intercalar una pregunta: “¿Dónde está Haroldo Conti?” Y la pregunta se publicó. El que tuvo problemas luego fue el periodista, y ahí descubrí otro secreto en relación con la censura: a veces, el que corre riesgo no es tanto el autor de una declaración, sino el que pregunta. Yo tenía la postura casi mágica de no permitir que el miedo invadiera mi mundo personal. Me repetía la frase aquella de Sartre en La República del silencio: “Nunca fuimos más libres que bajo la ocupación alemana.” Y es así; la libertad se ejerce en acto. Hoy puedo decir lo que quiero del gobierno, de los dirigentes sindicales, de los militares, y no pasa nada. Sólo cuando te animás a decir ciertas cosas en tiempos de gran opresión estás realmente ejerciendo tu libertad.
–Usted recibió la visita de un grupo de tareas en su casa, ¿no?
–En 1978 vino la policía a mi casa. Un oficial me tocó la puerta y a dos metros de él había un policía con una ametralladora, y en el descanso, otro. No parecía que vinieran a darme las buenas noches… El oficial miró de lejos un cuadro que había en la pared y dijo: “Carlos Alonso, qué gran pintor.” Creo que fue la única vez que sentí miedo. Un policía que reconoce a tres metros un dibujo de Alonso no es un policía cualquiera, es una especie de especialista en intelectuales. El tipo me dijo que el problema era que venía mucha gente a mi casa. Yo le dije que era lógico porque era escritor, dictaba cursos, sacaba una revista literaria, y además en el primer piso una señora daba clases de danza jazz, por lo que entraban muchas chicas al edificio, y recuerdo que agregué: “infortunadamente no todas suben a mi casa” (risas). El tipo me dijo cortésmente que sabía quién era yo: “Sabemos quién es usted, Castillo”, lo que sonaba bastante ambiguo, pero que un vecino había hecho la denuncia y que mejor no fuera a pisar una comisaría por una tontería. Un vecino. Eso ero lo que realmente daba miedo: un vecino.
–Usted ha reflexionado mucho sobre el papel del intelectual. ¿Quién cree que ocupa hoy ese lugar en la Argentina?
–No sé, la relación del intelectual con la sociedad ha cambiado mucho, y si ese intelectual viene de la literatura, ese papel es mucho menor. Esto pasa en la Argentina y en el mundo. La Constitución nacional fue hecha con el trabajo y el pensamiento de los grandes intelectuales argentinos como Sarmiento, Alberti, Echeverría, que eran escritores también. Hoy en día, en cambio, sólo escucho opiniones de vedettes, de cantantes, de futbolistas, de lanzadores de jabalinas… El peso espiritual que un hombre como Miguel de Unamuno pudo haber tenido en España, o el de Camus y Sartre durante su famosa polémica de los ’50 en Francia eran decisivos. Ese tipo de relación entre intelectual y sociedad ya no existe.
Hasta ese entonces, el fundador de revistas literarias como El escarabajo de oro y El Ornitorrinco, que se convertiría en uno de los novelistas, cuentistas, dramaturgos y ensayistas argentinos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, y que había comenzado a escribir a los 12 años con fervor adolescente “muchísima poesía, relatos cortos, cuentos gauchescos, lo que fuera”, aún no había publicado nada. Lo curioso fue que saliera al ruedo literario con una pieza dramática cuando, según explica Castillo, su relación con el teatro era “muy remota, casi inexistente”, debido a que la provinciana San Pedro no contaba con salas ni recibía compañías teatrales “que valiera la pena ver”.
Sin embargo, como en cualquier rincón de la Argentina de los años ’40 y ’50, existía la radio, que transmitía los domingos por la noche una audición de Radio Nacional llamada Las dos carátulas: El teatro de la humanidad, donde actores como Alfredo Alcón interpretaban clásicos. De esta forma, Castillo palpitó a través de la radio el celoso amor de Otelo por Desdémona, o el periplo del Edipo desterrado. El resto del tiempo, el que no se llevaban los juegos a orillas del Paraná o la escuela, leía novelas y cuentos, pero también mucho teatro, desde los isabelinos William Shakespeare, Ben Jonson y Christopher Marlowe, hasta autores norteamericanos contemporáneos como Tennessee Williams y Arthur Miller.
Este año se cumplen 50 años de la publicación y estreno de El otro Judas en el Teatro de los Independientes de Buenos Aires, pieza que ganó el Gran Premio del Festival Mundial de Teatro de Cracovia y que permitió a Castillo ocupar de allí en más un lugar destacado en la literatura nacional.
Por eso, Seix Barral reeditó ahora El otro Judas junto a otras dos obras teatrales: El señor Brecht en el Salón Dorado, un alegato libertario que cruza la Guerra de Malvinas y el nazismo, estrenada en el Salón Dorado del Teatro Colón en 1982, y Salomé, una tragedia musical en la que la hija del Herodes bíblico muta en una sensual candombera de la Triple Frontera.
–Es llamativo que la primera obra publicada de un escritor joven haya sido una obra de teatro.
–El hecho de que fuera así es muy extraño, no sólo porque mi relación con el teatro en San Pedro era casi inexistente, sino también porque el Judas comenzó siendo un relato más de los que escribía en esa época, algunos pésimos. En algún momento, mientras lo escribía, sentí que los personajes estaban como acostados sobre la página: necesitaban ponerse de pie. Ahí se me reveló la forma del teatro. La escritura teatral no está fuera de mi relación con la literatura, cosa que no es ninguna novedad: escritores que han hecho prosa de ficción y que además han escrito teatro, hay muchos. Sartre y Camus, por ejemplo. O Pirandello, que fue uno de los mayores cuentistas italianos. Y lo mismo puede decirse de Anton Chéjov: nunca sabremos qué fue más importante para la literatura, si sus obras de teatro o sus narraciones. Literatura y teatro son el mismo modo del acto poético, con una forma que se adapta en cada caso a la materia que estás tratando.
–La actual edición de El otro Judas incluye a modo de prólogo un texto de Leopoldo Marechal en el que le reconoce una vocación existencial poética. ¿Cómo lo conoció?
–Un día Sabato me dice: “¿Por qué no le hace una entrevista a Marechal?” Recuerdo haber respondido: “¿Pero cómo, Marechal no está muerto?” En esa época no se lo leía a Marechal, era como si estuviera exiliado en su propio país por haber sido peronista y no haberlo negado nunca, como hicieron tantos. Él se llamaba a sí mismo “el poeta depuesto”, en un juego de palabras con “el tirano depuesto”, como le decían a Perón. Lo llamé por teléfono, me invitó a la casa, y nos hicimos todo lo amigos que pueden ser un tipo de 30 años y un gran escritor de 65.
–En su novela El evangelio según Van Hutten, usted retomó el tema del origen del cristianismo. ¿De dónde viene este interés por lo religioso?
–No puedo más que atribuirlo al hecho de que tuve una muy sólida, y diría agradable, educación religiosa. Cuando mis padres se separaron entré de pupilo en un colegio salesiano, antes de irme a San Pedro, el Wilfrid Baron de los Santos Ángeles, de Ramos Mejía. Yo no nací en San Pedro, como dicen casi todas mis biografías, sino acá, en Buenos Aires; me he inventado una historia personal porque me gusta ser sampedrino. De hecho, me fui a vivir a los 11 años a San Pedro y a los 18 estaba de vuelta. También me siento muy cristiano, aunque no creo en Dios. El cristianismo es una ética, una manera de comportarse en el mundo.
–Por eso usted dice que el cristianismo tiene que ver menos con la teología que con la revolución…
–El Jesús que descubrí en mi infancia era un ser apasionado y subversivo, que entraba en el templo y les sacudía unos buenos latigazos a los mercaderes que comerciaban en la casa de su Padre, y que si una higuera no le daba higos la maldecía y la secaba. Un muchacho de carácter medio atravesado, digamos. Después me lo transformaron en una especie de flor azteca rodeado de pajaritos y buenas maneras. De aquella remota época viene seguramente la idea de El otro Judas, o la búsqueda del evangelio perdido que escribí en El Evangelio según Van Hutten.
–Las ideas que van a conformar la obra de un escritor, ¿tienen su germen en sus primeros años de vida?
–Suelo decir, a veces en broma, a veces en serio, que a mí no se me ocurrió ninguna idea después de los 25 años. Es más, creo que a nadie se le ocurre una idea nueva a partir de los 30 años. Todo lo esencial que se descubre, todo lo que tiene que pasar, está entre la adolescencia y la juventud.
–¿Pero la literatura no tiene que ver con poder volcar cierta experiencia?
–La experiencia te ayuda a escribir, pero no a inventar. La idea de “Triste le ville”, publicado en Las panteras y el templo en 1976, la tuve a los 17 años: era, claro, un macanazo de dimensiones colosales, imposible de leer. Veinte años después lo corregí. Pero hay poetas que han escrito sus mejores versos en la adolescencia. Rimbaud, esa especie de perpetuo niño prodigio, empieza a escribir a los 16 años, y a los 19 se olvida para siempre que escribió poesía. Un caso similar más cercano es el de Neruda. Los 20 poemas de amor y una canción desesperada están escritos antes de los 20 años. Ni siquiera tenía experiencia amatoria.
–¿Es decir que en todo adolescente ya existe ese adulto que será a los 50 años?
–Yo creo que sí. En la adolescencia descubrís todo y encontrás el sentido de las cosas y tu propio sentido. ¿Te acordás de Siddharta? El secreto de Siddharta no es llegar a ser como Buda, es llegar a ser lo que él debe ser: escribir es más o menos eso. Yo veo la literatura como destino; pero un destino que no te lo otorga la divinidad ni las fuerzas del mal: es un destino que te imponés a vos mismo. Lo sentí con mucha fuerza hacia los 20 años. Hasta ese momento escribía versos que no mostraba a nadie, a lo sumo le leía algunos a mi novia. Pero un día sentí que la literatura era aquello que me permitía comunicarme con el mundo: ser yo en el mundo. Por eso es tan difícil entender a ciertos escritores si los separás de sus libros. En el verdadero escritor, su ser central está en la literatura.
–¿Qué está escribiendo ahora?
–Cuentos, pero sobre todo estoy pasando a la computadora mis diarios, que escribo desde los 18 años. Salvo un año, 1975, lo he escrito desde 1953 hasta hoy. Debe tener 1000 páginas. Va desde “hoy siento esto y quiero matar a todo el mundo”, o momentos de mi vida, como cuando conocí a Sylvia (Iparraguirre, su esposa), a lo que pienso acerca del mundo, de los escritores, de mí mismo, que en general nunca es muy piadoso. Ahí está también todo el problema de mi alcoholismo o mi relación contradictoria, violentísima a veces, con Ernesto Sabato, y hasta una polémica que tuve con David Viñas en los ’60, entre otras cosas.
–¿Es consciente de que es una especie de guardián de la memoria literaria argentina?
–Con la muerte de Sabato fue la primera vez que me hicieron sentir como depositario de cierta memoria, y no sé si tengo ganas de ser el vademécum de un cierto momento de la literatura argentina. Pero sí, en parte es así, yo hablé con Marechal, con Borges, con Bioy Casares, con Cortázar… Debo ser de los pocos que los ha conocido a casi todos. Recuerdo que cuando se reeditó El otro Judas, Manuel Mujica Láinez me escribió una carta muy generosa, con su hermosísima letra de académico, diciéndome que lo había leído con mucho gusto y que yo tenía la suerte de poder escribir teatro porque consideraba que el drama era la piedra de toque del escritor y que él no había podido hacerlo nunca. Fue muy conmovedor, sobre todo porque nosotros habíamos criticado sin piedad a Bomarzo en El escarabajo de oro. También recuerdo que un día caminábamos por la Feria del Libro y había una gran fotografía de Sabato con esa cara atormentada que tenía siempre, con la vena terrible, y Mujica Láinez miró la foto y dijo: “Sí, sí, este sufre y sufre, pero nos va a enterrar a todos.” Y en efecto, estuvo a punto de enterrar a todos (risas). En esa época todavía estaban vivos Cortázar, Borges, Bioy Casares, Marco Denevi, Beatriz Guido, Viñas, tipos de mi generación como Juan José Saer, Fogwill, Isidoro Blaisten…
–Sin embargo, usted era más joven que muchos de los escritores que frecuentaba. ¿En qué generación se enmarca?
–Sé que desde un punto de vista sociológico pertenezco a la generación del ’60, pero siempre sentí que los escritores se dan de a uno. Pertenecés a una época, ¿pero a una generación? Yo tenía probablemente más puntos de contacto con Cortázar, que me llevaba 22 años, o con Marechal, que me llevaba 35, que con los escritores de mi generación. El otro Judas o Israfel no son una obra de la generación del ’60; El que tiene sed y Crónica de un iniciado, tampoco.
–Volviendo a sus obras de teatro, en El señor Brecht en el Salón Dorado, el protagonista, Hauser, afirma: “cuando no es tu puerta la que están tocando, y eso te da alegría (…) agradecer a Dios es un pecado inmundo”. ¿Cómo sonaron esas líneas en 1982, durante la dictadura?
–Supongo que esa pregunta hizo correr como un escalofrío de malestar entre la gente que estaba en el Salón Dorado del Colón, y me han dicho que también molestaba cuando la hizo Teatro Abierto en el ’83, antes de que asumiera Alfonsín.
–¿Sintió miedo en esos años?
–Intenté seguir escribiendo como siempre y poniendo el compromiso en El Ornitorrinco, donde publicamos un editorial antimilitarista contrario a una posible guerra con Chile o una solicitada de las Madres. La cuestión era ver hasta dónde se podían desplazar los límites de la censura. En 1977, cuando se hizo Israfel en Mar del Plata, me vinieron a entrevistar La Capital o La mañana. Acepté con la condición de poder intercalar una pregunta: “¿Dónde está Haroldo Conti?” Y la pregunta se publicó. El que tuvo problemas luego fue el periodista, y ahí descubrí otro secreto en relación con la censura: a veces, el que corre riesgo no es tanto el autor de una declaración, sino el que pregunta. Yo tenía la postura casi mágica de no permitir que el miedo invadiera mi mundo personal. Me repetía la frase aquella de Sartre en La República del silencio: “Nunca fuimos más libres que bajo la ocupación alemana.” Y es así; la libertad se ejerce en acto. Hoy puedo decir lo que quiero del gobierno, de los dirigentes sindicales, de los militares, y no pasa nada. Sólo cuando te animás a decir ciertas cosas en tiempos de gran opresión estás realmente ejerciendo tu libertad.
–Usted recibió la visita de un grupo de tareas en su casa, ¿no?
–En 1978 vino la policía a mi casa. Un oficial me tocó la puerta y a dos metros de él había un policía con una ametralladora, y en el descanso, otro. No parecía que vinieran a darme las buenas noches… El oficial miró de lejos un cuadro que había en la pared y dijo: “Carlos Alonso, qué gran pintor.” Creo que fue la única vez que sentí miedo. Un policía que reconoce a tres metros un dibujo de Alonso no es un policía cualquiera, es una especie de especialista en intelectuales. El tipo me dijo que el problema era que venía mucha gente a mi casa. Yo le dije que era lógico porque era escritor, dictaba cursos, sacaba una revista literaria, y además en el primer piso una señora daba clases de danza jazz, por lo que entraban muchas chicas al edificio, y recuerdo que agregué: “infortunadamente no todas suben a mi casa” (risas). El tipo me dijo cortésmente que sabía quién era yo: “Sabemos quién es usted, Castillo”, lo que sonaba bastante ambiguo, pero que un vecino había hecho la denuncia y que mejor no fuera a pisar una comisaría por una tontería. Un vecino. Eso ero lo que realmente daba miedo: un vecino.
–Usted ha reflexionado mucho sobre el papel del intelectual. ¿Quién cree que ocupa hoy ese lugar en la Argentina?
–No sé, la relación del intelectual con la sociedad ha cambiado mucho, y si ese intelectual viene de la literatura, ese papel es mucho menor. Esto pasa en la Argentina y en el mundo. La Constitución nacional fue hecha con el trabajo y el pensamiento de los grandes intelectuales argentinos como Sarmiento, Alberti, Echeverría, que eran escritores también. Hoy en día, en cambio, sólo escucho opiniones de vedettes, de cantantes, de futbolistas, de lanzadores de jabalinas… El peso espiritual que un hombre como Miguel de Unamuno pudo haber tenido en España, o el de Camus y Sartre durante su famosa polémica de los ’50 en Francia eran decisivos. Ese tipo de relación entre intelectual y sociedad ya no existe.
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