Dinastías políticas en democracia
Erika Casajoana
La candidatura de Hillary Clinton para emular a su marido en la presidencia de Estados Unidos ha recuperado fuelle en las primarias de New Hampshire tras su sorprenente derrota en Iowa.
Hillary es la primera mujer con opciones reales de ocupar el cargo más importante del mundo. Es una gran gesta de por sí, aunque tampoco ella escape a la regla de que la inmensa mayoría de las pocas mujeres que consiguen llegar a las más altas responsabilidades, en el pasado y en el presente, es esposa o hija de quien ya ocupó tal puesto.
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Las dinastías políticas implican una sucesión hereditaria que recuerda a la monarquía, una de las formas más antiguas de gobierno. Las primeras monarquías probablemente fueron tribus que decidieron permitir que el líder guerrero legase el poder a sus hijos. La esperanza es que el heredero posea el mismo valor y capacidad de liderazgo del jefe, aunque la experiencia indica a menudo lo contrario.
Históricamente, las mayores ventajas de las monarquías han sido la estabilidad y, hasta cierto punto, predecibilidad en la sucesión, mientras que sus enormes puntos débiles han sido el difícil control sobre los excesos de poder real y sobre la competencia de los monarcas para gobernar, problema exacerbado tras generaciones de vida fácil y matrimonios consanguíneos.
La democracia como forma de gobierno solventa las carencias de la monarquía tradicional en ambos apartados. El gobernante accede al poder por mérito. Lo ocupa por un tiempo limitado, elegido libremente por el pueblo tras una competición electoral donde demuestra sus cualidades. Y está sometido a las leyes y al control parlamentario y judicial.
Racionalmente tenemos claro que los países más prósperos y libres son democracias, no monarquías tradicionales ni mucho menos dictaduras. Pero resta en nosotros parte de nuestra fascinación ancestral por las grandes familias en el poder, las estirpes que atesoran talentos excepcionales y cuasimágicos, transmitiéndolos de generación en generación.
La saga de los Kennedy, "lo más parecido a una familia real en Estados Unidos" es un claro ejemplo. Los Bush y los Clinton intentan seguir su estela. En Asia encontramos las dinastías Gandhi y Bhutto en India y Pakistán, respectivamente, y los casos de Aung San Suu Kyi en Birmania y de la jeque Hasina Wajed en Bangladesh, quienes también enarbolaron el liderazgo político de sus padres rodeadas del fervor popular.
Sin menoscabo de las cualidades objetivas demostradas por algunos de los sucesores, y sobre todo sucesoras, en tales dinastías, las democracias deberían aplicar el principio de la libre competencia en el acceso a los puestos de máxima representación, con el objetivo de que gane el mejor, no el más enchufado.
Respecto a las dinastías políticas mencionadas en Asia, se trata de países muy pobres, con altas tasas de analfabetismo y sistemas democráticos a lo sumo precarios o intermitentes, marcados por conflictos religiosos o tribales que refuerzan la cohesión grupal alrededor de un líder carismático indiscutido. En cambio, en Estados Unidos, lo que refuerza las ventajas del sucesor hereditario, el "insider" por antonomasia, son las fenomenales barreras para participar en el juego electoral. Ya no es que gane el más enchufado, es que sin conexiones, o mucho dinero, o ambos, es muy difícil siquiera participar.
De ahí el entusiasmo por Barack Obama, hasta hace poco un desconocido. Hijo de africano, joven, sin pedigrí, sin fortuna y sin mentores. Su candidatura transmite la idea de cambio con mucha más frescura y credibilidad que Hillary. Barack Obama es tan sólo el quinto africano-americano elegido para el Senado, mientras que Hillary llegó allí catapultada gracias a una vacante en Nueva York, hacia dónde corrió a establecer su domicilio.
Dejemos las dinastías para las monarquías constitucionales y los libros de Historia.
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